Lo que hace Júlio Resende con el fado, tocando a solas el piano, me recuerda a lo que hace Keith Jarrett con los standards del jazz. Improvisa líneas melódicas que parecen alejarse del punto de partida hasta que se queda muy atrás, en soliloquios que dejan el tiempo en suspenso; y cuando estaba más lejos, tanteando armonías improbables y exóticas, ráfagas entrecortadas que parecen no ir a ninguna parte, entonces una sola nota, un acorde, empieza a llevarlo por el camino de vuelta, y la canción originaria aparece de nuevo, nítida y recobrada, con ese raro aire oriental de la guitarra portuguesa, con una rúbrica final en la que de golpe se hace presente la manera en la que Amália Rodrigues dice una última estrofa.
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